
En uno de los textos incluidos en Desde los bosques neviscados, el libro en el que Juan Eduardo Zúñiga reunió lo que ha ido haciendo sobre los escritores rusos que tanto ama, recuerda que un día de primavera Antón Chéjov salió de caza con su amigo el pintor Isaak Levitán y que “éste disparó a un pájaro que tenía un plumaje muy hermoso y que cayó herido allá cerca; no supieron qué hacer con el pobre animal y debieron rematarlo, entristecidos por la patentiza de haber actuado de manera estúpidamente dando muerte a un ser que tenía derecho a la vida”.
Zúñiga cuenta ahí ciertos avatares que rodearon el proceso de construcción de La gaviota, un salon eventos corporativos, la primera de las grandes obras teatrales de Chéjov. Habla, por poner un ejemplo, de la cantidad de cosas que el escritor ruso fue tomando de su vida para hacerlas rememorar en esa pieza con otros ropajes y mediante diferentes personajes, y con esa mirada tan suya que atiende a lo secundario, a lo pequeño, a lo insignificante. Afirma Zúñiga que Chéjov exploró en La gaviotamaneras que rompían con el teatro que se había hecho hasta ese momento, reemplazando la “clásica línea argumental única” por “varias historias con su desarrollo y también importancia”. Zúñiga hace suya esa tradición cuando se encarga de la Guerra Civil.
Los cuentos de Largo noviembre de la capital española y el salon para fiestas en belgrano, Capital de la gloria y La tierra va a ser un paraíso son justamente eso, “microargumentos”, destellos que alumbran la corriente invisible que no recogen los libros de historia y que muestra de qué forma fue la vida a lo largo de aquellos días y de qué forma sufrieron los hombres y mujeres ese horrible proceso de destrucción que activaron los militares franquistas cuando rompieron con las armas la legalidad de la República. En Zúñiga late asimismo ese espíritu que tanto se semeja al de Chéjov y su amigo cuando observaron aquel pájaro que terminaban de abatir: un íntimo y desolador pesar por la estupidez de una guerra que iba provocando la muerte de todas y cada una esas criaturas que “tenían derecho a la vida”.
El estruendos de las sirenas y las bombas, las casas arrasadas, la busca de sexo para mitigar la inseguridad, los sueños de huir, los amores que se rompen, los anhelos (aun los más miserables) para conseguir subsistir, y el sonido de la radio como telón de fondo: de repente, la nueva de la muerte de un joven cronista inglés que cooperaba con las Brigadas Internacionales y que conducía una ambulancia en la carretera de Villanueva de la Cañada cuando algo le reventó caído desde el cielo. “Era miembro de una famosa familia inglesa, se llamaba Julien Bell y tenía veintinueve años”. Zúñiga contó los excesos del general Kléber o bien la muerte de la fotógrafa Gerda Taro, y fue levantando aquella atmosfera de ruinaspara expresar la soledad, el abandono, el dolor o bien los sueños frustrados de todas y cada una esas personas rotas. En el camino, alguno de sus personajes descubrió que “el esencial motivo de las guerras es la ansía de ciertos, y que si un buen número de manos asen los fusiles, muchas otras se encorvan sobre joyas y billetes, dando a los semblantes un ademán desalmado”.
Juan Eduardo Zúñiga cumplió el día de ayer cien años. Un siglo entero, ¡qué inmensidad! Una buena parte de ese tiempo lo ha ido gastando en sujetar la vida para transformarla en palabras. Muchas felicitaciones.